lunes, 16 de abril de 2018

La mendiga de Locarno de Heinrich von Kleist



En Locarno, en la Italia superior, al pie de los Alpes, se hallaba un palacio antiguo perteneciente a un marqués, y que en la actualidad, viniendo del San Gotardo, puede verse en ruinas y escombros: un palacio con grandes y espaciosas estancias, en una de las cuales antaño fue alojada por compasión, sobre un montón de paja, una vieja mujer enferma, a la que el ama de llaves encontró pidiendo limosna ante la puerta. El marqués, que al volver de la caza entró casualmente en la estancia donde solía dejar los fusiles, ordenó malhumorado a la mujer que se levantase del rincón donde estaba acurrucada y que se pusiese detrás de la estufa. La mujer, al incorporarse, resbaló con su muleta y cayó al suelo, de forma que se golpeó la espalda. A duras penas pudo levantarse y, tal como le habían ordenado, salió de la habitación, y entre ayes y lamentos se hundió y desapareció detrás de la estufa.
Muchos años después en que el marqués, debido a las guerras y a su inactividad, se encontraba en una situación precaria, un caballero florentino se dirigió a él con la intención de comprar el palacio, cuya situación le agradaba. El marqués, que tenía gran interés en que la venta se efectuase, ordenó a su esposa que alojara al huésped en la ya mencionada estancia vacía, que estaba muy bien amueblada. Pero cuál no sería la sorpresa del matrimonio cuando el caballero, a media noche, pálido y turbado, apareció jurando y perjurando que había fantasmas en la habitación y que alguien invisible se movía en un rincón de la estancia, como si estuviese sobre paja, y que se podían percibir pasos lentos y vacilantes que la atravesaban y cesaban al llegar a la estufa, entre ayes y lamentos.
El marqués quedó aterrado; sin saber por qué, se echó a reír con una risa forzada y dijo al caballero que, para mayor tranquilidad, pasaría la noche con él en la habitación. Pero el caballero suplicó que le permitiese dormir en un sillón en su alcoba, y cuando amaneció mandó ensillar, se despidió y emprendió el viaje.
Este suceso, que causó sensación, asustó mucho a los compradores, lo que incomodó extraordinariamente al marqués, tanto así que incluso entre los moradores del castillo se propagó el absurdo e incomprensible rumor de que eso sucedía en la estancia a las doce de la noche, por lo cual decidió él mismo terminar con la situación e investigar en persona la próxima noche. Así, pues, nada más empezar a atardecer, ordenó que le pusieran la cama en la susodicha estancia y permaneció sin dormir hasta la media noche. Pero cuál no sería su impresión cuando al sonar las campanadas de medianoche percibió el extraño murmullo; era como si un ser humano se levantase de la paja, que crujía, y atravesase la habitación, para desaparecer tras la estufa entre suspiros y gemidos.
A la mañana siguiente, la marquesa, cuando él apareció, le preguntó qué tal había transcurrido todo; y como él, con mirada temerosa e inquieta, después de haber cerrado la puerta, le asegurase que era cosa de fantasmas, ella se asustó como nunca se había asustado en su vida y le suplicó que antes de hacer pública la cosa volviese a someterse, y esta vez con ella, a otra prueba. Y, en efecto, la noche siguiente, acompañados de un fiel servidor, escucharon el rumor extraño y fantasmal: y sólo obligados por el intenso deseo que sentían de vender el castillo, supieron disimular ante el sirviente el espanto que les poseía, atribuyendo el suceso a motivos casuales y sin importancia alguna. Al llegar la noche del tercer día, ambos, para salir de dudas y hacer averiguaciones a fondo, latiéndoles el corazón, volvieron a subir las escaleras que les conducían a la habitación de los huéspedes, y como se encontraron al perro ante la puerta, que se había soltado de la cadena, lo llevaron consigo con la secreta intención, aunque no se lo dijeron entre sí, de entrar en la habitación acompañados de otro ser vivo.
El matrimonio, después de haber depositado dos luces sobre la mesa, la marquesa sin desvestirse, el marqués con la daga y las pistolas, que había sacado de un cajón, puestas a un lado, hacia eso de las once se tumbaron en la cama; y mientras trataban de entretenerse conversando, el perro se tumbó en medio de la habitación, acurrucado con la cabeza entre las patas. Y he aquí que justo al llegar la media noche se oyó el espantoso rumor; alguien invisible se levantó del rincón de la habitación apoyándose en unas muletas, se oyó ruido de paja, y cuando comenzó a andar: tap, tap, se despertó el perro y de pronto se levantó del suelo, enderezando las orejas, y comenzó a ladrar y a gruñir, como si alguien con paso desigual se acercase, y fue retrocediendo hacia la estufa. Al ver esto, la marquesa, con el cabello erizado, salió de la habitación, y mientras el marqués, con la daga desenvainada, gritaba: «¿Quién va?», como nadie respondiese y él se agitara como un loco furioso que trata de encontrar aire para respirar, ella mandó ensillar decidida a salir hacia la ciudad. Pero antes de que corriese hacia la puerta con algunas cosas que había recogido precipitadamente, pudo ver el castillo prendido en llamas. El marqués, preso de pánico, había cogido una vela y cansado como estaba de vivir, había prendido fuego a la habitación, toda revestida de madera. En vano la marquesa envió gente para salvar al infortunado; éste encontró una muerte horrible, y todavía hoy sus huesos, recogidos por la gente del lugar, están en el rincón de la habitación donde él ordenó a la mendiga de Locarno que se levantase.

domingo, 1 de abril de 2018

Ese cerdo de Morín de Guy de Mauppassant


       A M. Oudinot
-Eso, amigo mío -dije a Labarde-; ¡esas cuatro palabras que acabas de pronunciar, “ese cerdo de Morin”! ¿Por qué diablos nunca he oído hablar de Morin sin que se le tratase de cerdo?
Labarde, hoy diputado, me miró con ojos de gato asustado.
-Pero ¡cómo! ¿No sabes la historia de Morin? ¿Y tú eres de La Rochelle?
Confesé que no sabía la historia de Morin. Entonces Labarde se frotó las manos de satisfacción, y comenzó su relato.
-Tú has conocido a Morin y recuerdas su gran almacén de mercería en el muelle de La Rochelle, ¿no?
-Sí, perfectamente.
-Pues bien, en mil ochocientos sesenta y dos, o sesenta y tres, Morin fue a pasar quince días a París, un viaje de placer, o de placeres, pero con el pretexto de renovar las existencias de su comercio. Tú sabes lo que es, para un comerciante de provincias, quince días en París. Eso les enciende la sangre. Todas las noches espectáculos, roces de mujeres, una continua excitación anímica. Se vuelven locos. No ven más que bailarinas con vestidos de malla, actrices descotadas, piernas redondas, hombros soberbios, y todo esto casi al alcance de la mano, sin que se atrevan o puedan tocarlo; pues apenas si disfrutan, una o dos veces, de algunos manjares inferiores. Y se van con el corazón conmovido y el alma toda alegre, con unas ansias de besos que aún les cosquillean en los labios. Morin se hallaba en este estado cuando tomó su billete para La Rochelle en el expreso de las ocho cuarenta de la noche, y se paseaba lleno de confusos sentimientos por la gran sala de la estación de Orléans cuando se paró en seco ante una joven mujer que besaba a una anciana señora. Se había levantado el velo y Morin, maravillado, murmuró:
-¡Oh, qué mujer más guapa!
Cuando se despidió de la señora anciana, entró en la sala de espera, y Morin la siguió también; luego subió a un vagón vacío, y Morin la siguió hasta allí. Había pocos viajeros para el expreso. La locomotora silbó y el tren arrancó. Iban solos. Morin se la comía con los ojos. Tendría de diecinueve a veinte años; era rubia, alta y de porte desenvuelto. Se enrolló a las piernas una manta de viaje y se extendió sobre los asientos intentando dormir. Morin se preguntaba:
“¿Quién será?”
Y mil suposiciones y proyectos pasaban por su mente. Se decía:
“Ocurren tantas aventuras en el tren… Tal vez se me presente una a mí. ¿Quién sabe? Ha llegado tan rápidamente esta buena suerte… Quizá me bastaría con ser un poco audaz. ¿No fue Danton quien dijo: ‘Audacia, audacia y siempre audacia?’ Y si no fue Danton, fue Mirabeau; ¡qué más da! Sí, pero yo carezco de audacia; ahí está la dificultad. ¡Oh, si supiese, si pudiese leer el pensamiento de los demás! Apuesto a que pasamos todos los días, sin darnos cuenta, al lado de ocasiones magníficas. Sin embargo, le sería suficiente un gesto para indicarme que no desea otra cosa…”
Entonces se planteó una infinidad de combinaciones que lo conducían al triunfo. Imaginaba una entrada de aspecto caballeresco; pequeños favores que le hacían; una conversación viva, galante, que terminaba con una declaración que a su vez terminaba en… lo que estás pensando. Sin embargo, la noche transcurría y la hermosa joven seguía durmiendo, mientras Morin tramaba su ruina. Amaneció, y muy pronto el primer rayo del sol, un buen rayo luminoso que venía del horizonte, cayó sobre el dulce rostro de la viajera dormida. Se despertó, se sentó, miró el campo, miró a Morin y sonrió. Sonrió como una mujer feliz, con un aire atractivo y alegre. Morin se estremeció de repente. Sin duda esa sonrisa era para él, era una invitación discreta, el indicio soñado que esperaba. Y esa sonrisa quería decir:
“Es usted un estúpido, un necio, un memo; estarse ahí, como un palo, en su asiento desde anoche. ¡Vamos, míreme! ¿No estoy bien? ¡Y usted se queda así toda la noche a solas, con una mujer bonita, sin atreverse a nada, gran tonto!”
Sonreía siempre que la miraba, e incluso comenzaba ya a reír, y Morin perdía la cabeza buscando una palabra de circunstancias, un cumplido, algo, en fin, que decir, fuese lo que fuese. Pero no encontraba nada, nada. Entonces, presa de un audacia de cobardón, pensó: “Bueno, arriesgo todo”; y bruscamente, sin decir ni pío, se dirigió hacia la joven, con las manos tensas y los labios ansiosos, la estrechó entre sus brazos y la besó. Ella, de un brinco se puso en pie, gritando: “¡Socorro!”, llena de terror. Y abrió la ventanilla dando unos chillidos espantosos, y sacó los brazos fuera, loca de miedo, mientras Morin, desesperado y convencido de que se iba a tirar a la vía, la retenía cogiéndola por la falda, y farfullaba:
-¡Señora…, pero, señora!
El tren disminuyó la marcha, y paró. Dos empleados echaron a correr hacia la desesperada joven que cayó en sus brazos, balbuciendo:
-Este hombre me ha querido…, me…
Y se desvaneció. Estaban en la estación de Mauzé. El gendarme de servicio detuvo a Morin. Cuando la víctima de su brutalidad recobró el conocimiento, prestó declaración. La autoridad formalizó su atestado. Y el pobre mercero no pudo regresar a su domicilio hasta la noche, por la tramitación de un juicio por ultraje a las buenas costumbres en un lugar público.
II
-Yo era entonces redactor jefe del Fanal des Charentes, y veía a Morin, todas las noches, en el Café del Comercio. Al día siguiente de su aventura, vino a buscarme, pues no sabía qué hacer. No le oculté mi opinión:
-No eres más que un cerdo. Un caballero no se comporta de esa manera.
Se echó a llorar; su mujer le habla pegado; veía su comercio arruinado, su nombre por el fango, deshonrado, y a sus amigos, indignados, que no lo saludaban ya. Acabó por darme compasión, y llamé a mi colaborador Rivet, un hombre guasón y de buen juicio, para consultarle sobre el caso. Me comprometió para qué fuese a ver al fiscal imperial, que era uno de mis amigos. Le dije a Morin que regresase a su casa, y yo me dirigí a la de ese magistrado. Allí supe que la mujer ultrajada era la señorita Henriette Bonnel, quien acababa de obtener en París su diploma de institutriz y, como no tenía padre, estaba pasando sus vacaciones en casa de sus tíos, unos honrados pequeñoburgueses de Mauzé. Lo que había complicado la situación de Morin era que el tío había presentado una querella contra él. El ministro fiscal estaba dispuesto a echar tierra sobre el asunto, si se retiraba la querella. Y esto era lo que había que conseguir. Volví a casa de Morin. Lo encontré en cama, enfermo de emoción y de pensar. Su esposa, una buena mujer, huesuda y con pelos en la barbilla, lo maltrataba sin descanso. Me condujo a su alcoba, gritándome a la cara:
-¿Viene usted a ver a ese cerdo de Morin? ¡Mírelo, ahí lo tiene!
Y se plantó delante de la cama, con los brazos en jarras. Le expuse la situación, y me suplicó que fuese a ver a la familia de la joven. La misión era delicada; y, sin embargo, acepté. El pobre diablo no cesaba de repetir:
-Te aseguro que ni siquiera la he besado, no, ni siquiera eso. ¡Te lo juro!
-Es igual -le respondí-, no eres más que un cerdo.
Y cogí los mil francos que me dio para emplearlos como juzgase conveniente. Pero como no me aventuraba a entrar solo en la casa de los tíos de la joven, le rogué a Rivet que me acompañara. Aceptó con la condición de que se marcharía inmediatamente, pues tenía, al día siguiente, por la tarde, un asunto urgente en La Rochelle. Y, dos horas más tarde, estábamos llamando a la puerta de una bonita casa de campo. Una hermosa joven vino a abrirnos. Era ella seguramente. Le dije por lo bajo a Rivet:
-¡Caramba, comienzo a comprender a Morin!
El tío, monsieur Tonnelet, era precisamente un abonado al Fanal, un ferviente correligionario político, y nos recibió con los brazos abiertos, nos felicitó, nos estrechó la mano, entusiasmado de tener en su casa a los dos redactores de su periódico. Rivet me dijo al oído:
-Creo que podremos arreglar el asunto de ese cerdo de Morin.
La sobrina se había retirado, y yo abordé la delicada cuestión. Le representé el espectro del escándalo, le hice ver el descrédito inevitable que sufriría la joven después del ruido de semejante asunto, pues nunca se creería que sólo había sido un simple beso. El buen hombre parecía indeciso; pero no podía decidir nada sin su mujer, que volvería demasiado tarde para la reunión. De repente lanzó un grito de triunfo:
-¡Tengo una idea excelente! Se quedan ustedes aquí, en casa. Pueden cenar y acostarse aquí los dos; y cuando regrese mi mujer, espero que nos entendamos.
Rivet se resistía, pero el deseo de resolver el asunto de ese cerdo de Morin lo decidió, y aceptamos la invitación. El tío se levantó lleno de alegría, llamó a su sobrina y nos propuso dar un paseo por su finca, declarando:
-Los asuntos serios para la noche.
Rivet y él se pusieron a charlar de política. Y muy pronto yo me encontré al lado de la joven, a algunos pasos detrás de ellos. ¡Era verdaderamente deliciosa, deliciosa, deliciosa! Con infinitas precauciones, comencé a hablarle de su aventura para intentar ganarme una aliada. Pero parecía que no se hallaba nada confusa, y me escuchaba con el aspecto de una persona que se divierte mucho. Le decía:
-Piense, pues, señorita, en todas las molestias que tendría que soportar. Tendría que comparecer ante el tribunal, afrontar las miradas maliciosas, hablar delante de todo el mundo y contar públicamente esa triste escena del vagón. Bueno, entre nosotros, ¿no hubiese sido mejor no decir nada, hacer volver a su sitio a ese desvergonzado, sin llamar a los empleados, y cambiar simplemente de coche?
Se echó a reír.
-Sí, es verdad lo que dice. Pero ¿qué quiere usted? Tuve miedo, y cuando se tiene miedo, no se razona. Después de hacerme cargo de mi situación, sentí haber gritado; pero ya era demasiado tarde. Además, piense usted que ese imbécil se arrojó sobre mí, sin decir ni una palabra y con una cara de loco furioso. Yo no sabía ni siquiera lo que deseaba de mí.
Me miraba de frente, sin sentirse turbada ni intimidada. Y yo me decía:
“¡Pero si esta chica es una bribona! No me extraña que ese cerdo de Morin se haya equivocado.”
-Vamos, señorita -proseguí bromeando-, confiese usted que es excusable, pues, en fin, no se puede uno hallar frente a una persona tan guapa como usted sin experimentar el deseo absolutamente legítimo de besarla.
Se rió más fuerte aún, enseñando los dientes.
-Entre el deseo y la acción, señor, hay sitio para el respeto.
La frase era original, pero poco clara. Y bruscamente le pregunté:
-Y si yo la besase a usted ahora mismo, ¿qué haría?
Se detuvo para mirarme de arriba abajo y luego dijo tranquilamente:
-¡Oh, usted, no es lo mismo!
Bien sabía yo, ¡pardiez!, que no era lo mismo, pues tenía entonces treinta años y no en balde se me conocía en toda la provincia por el “guapo Labarde”. Pero le pregunté:
-¿Por qué?
Se alzó de hombros y respondió:
-¡Toma, porque usted no es tan estúpido como él!
Y añadió, mirándome de soslayo:
-Ni tan feo.
Antes que pudiese hacer ningún movimiento para evitarlo, le planté un beso en la mejilla. Se apartó hacia un lado, pero ya era demasiado tarde. Y después me dijo:
-¡Vaya! Usted tampoco ha podido contenerse. Pero no lo haga otra vez.
Puse un aspecto sumiso y le dije a media voz:
-¡Oh, señorita, si tengo algún anhelo en mi corazón es el de verme ante un tribunal por la misma causa que Morin!
-¿Y eso por qué? -me preguntó.
La miré al fondo de sus ojos seriamente.
-Porque es usted una de las más bellas criaturas que existen; porque sería para mí un título de honor, una gloria haber querido violentarla. Porque se diría, una vez que la hubiesen visto a usted:
-¡Vaya con Labarde, no coge lo primero que se le presenta, sino que sabe elegirlas!
Y la joven se echó a reír con todas sus ganas.
-¡Es usted un pillo!
Pero no había acabado de pronunciar la palabra pillo cuando ya la tenía entre mis brazos y la besaba ávidamente en todos los sitios donde podía, en los cabellos, en la frente, en los ojos, a veces en la boca, en las mejillas, por toda la cabeza, allí donde descubría, a pesar suyo, un rincón al intentar defender los demás. Por fin, se desembarazó de mí, ruborizada y ofendida.
-Es usted un grosero, señor, y ha conseguido que me arrepienta de haberlo escuchado.
Le cogí la mano, un poco confuso, balbuciendo:
-¡Perdón, perdón, señorita! La he ofendido; he sido brutal. No me tome odio. ¡Si usted supiese…!
Buscaba en vano una excusa. Al cabo de un momento, la joven declaró:
-No tengo nada que saber, señor.
Pero yo había dado con una excusa, y exclamé:
-¡Señorita, estoy enamorado de usted desde hace un año!
Se quedó realmente sorprendida, y no pude por menos de alzar los ojos.
-¡Sí, señorita -proseguí- escúcheme! No conozco a Moría, y me burlo de él; ni me importa que vaya a la cárcel, ni que tenga que pasar ante los tribunales. La vi a usted aquí el año pasado; estaba allá abajo, delante de la verja. Recibí tal impresión al verla, que su imagen no se ha borrado de mi mente desde entonces. No importa que me crea o que no me crea. Es usted adorable. Su recuerdo me obsesionaba, he querido volver a verla, he aprovechado el pretexto de ese estúpido de Morin, y aquí estoy. Las circunstancias han hecho que me haya sobrepasado. ¡Perdóneme, se lo suplico, perdóneme!
Me miraba atisbando la verdad en mis ojos, dispuesta ya a sonreír de nuevo; pero rnurmuró:
-¡Embustero!
Levanté una mano, y con tono sincero, incluso a mí mismo me pareció sincero, exclamé:
-¡Le juro que no miento!
Y dijo, simplemente:
-¡Jum!
Estábamos solos, completamente solos, pues Rivet y el tío habían desaparecido al doblar el paseo entre los árboles de la alameda. Le hice una verdadera declaración, larga, tierna, cogiéndole y besándole los dedos de las manos. Me escuchaba como si fuese algo agradable y nuevo para ella, sin saber qué pensar de todo ello. Acabé por sentirme turbado, por sentir lo que le estaba diciendo; me había puesto pálido, tenía opresión al respirar y todo mi ser temblaba; y suavemente la cogí por el talle. Le hablé muy bajito al oído, entre los rizos de su cabello. Y cayó, enajenada, en tal ensueño, que parecía como si estuviese muerta entre mis brazos. Después cogió mi mano y me la estrechó con fuerza; apreté lentamente su cintura en un abrazo tembloroso que iba siendo cada vez más fuerte; no se movió; rocé ligeramente su mejilla con mí boca y de repente mis labios, sin querer, se encontraron con los suyos. Nos dimos un beso largo, muy largo; y hubiera durado aún mucho más tiempo, si no hubiese oído un “¡jum, jum!” a unos pasos detrás de mí. Se escapó corriendo a través de un macizo. Me volví y divisé a Rivet que venía hacia mí. Se plantó en medio del camino y muy serio, sin reírse, me dijo:
-¿Es así como tú arreglas el asunto de Morin?
Le respondí con fatuidad:
-Amigo, se hace lo que se puede. ¿Has conseguido algo del tío? Yo respondo de la sobrina.
Rivet declaró:
-Yo he tenido menos suerte con el tío.
Lo cogí del brazo y entramos en la casa.
III
-Durante la cena acabé de perder la cabeza. Estaba sentado al lado de ella, y mi mano siempre encontraba la suya bajo el mantel; apretaba mi pie contra el suyo, y nuestras miradas se unían y se confundían en una sola. Al terminar de cenar, salimos en seguida a dar un paseo a la luz de la luna, y le susurré al oído todas las frases cariñosas que se me ocurrieron. La llevaba estrechamente contra mí; la besaba a cada instante, humedeciendo mis labios en los suyos. Delante de nosotros, iban discutiendo el tío y Rivet, cuyas sombras se proyectaban tras de ellos en la arena del camino. Regresamos a casa, y poco después un empleado del telégrafo vino a traernos un telegrama de la tía, en el que anunciaba que no regresaría hasta el día siguiente por la mañana, en el tren de las siete. El tío, entonces, nos dijo:
-Pues bien, Henriette, vete a enseñarle a los señores dónde están sus habitaciones.
Y nos estrechó la mano al darnos las buenas noches, y subimos una escalera conducidos por la sobrina. Nos llevó primero al aposento de Rivet, quien me dijo al oído:
-No hay cuidado de que nos hubiese conducido primero al tuyo.
Después me guió hasta mi cama. En cuanto estuve a solas con ella, la cogí de nuevo entre mis brazos intentando nublar su razón y vencer su resistencia. Pero cuando se sintió a punto de desfallecer, se me escapó. Me deslicé entre las sábanas, muy contrariado, muy sofocado y corrido, sabiendo que no dormiría apenas, y estaba pensando en qué torpeza podía haber cometido, cuando llamaron muy bajito a mi puerta.
-¿Quién está ahí? -pregunté.
-Yo -respondió una voz leve.
Me vestí apresuradamente, abrí y entró.
-Me he olvidado -dijo- de preguntarle lo que toma para desayunar: ¿chocolate, té o café?
La había enlazado impetuosamente, y la devoraba a caricias, balbuciendo:
-Yo tomo…, yo tomo…, yo tomo…
Pero se me escurrió de entre los brazos, me apagó la luz y desapareció. Me dejó solo y furioso en la oscuridad. Me puse a buscar unas cerillas y no las encontré por ninguna parte; por fin, las hallé y salí al corredor, medio loco, con la palmatoria en la mano. ¿Adónde iba? Ya no razonaba; quería encontrarla; la deseaba. Y di algunos pasos sin reflexionar en nada. De pronto, pensé:
“Pero y si me cuelo en la habitación del tío, ¿qué le diría?…”
Y me quedé inmóvil, con el cerebro vacío y el corazón palpitante. Al cabo de unos segundos, se me ocurrió la respuesta: “¡Pardiez! Le diría que andaba buscando la habitación de Rivet para hablar con él de un asunto urgente.” Y me puse a inspeccionar las puertas esforzándome en descubrir la de ella. Pero no sabía cómo orientarme. Al azar, tropecé con una llave y la giré. Abrí, entré… Henriette, sentada en la cama, me estaba mirando, toda azorada. Entonces corrí lentamente el cerrojo, y acercándome de puntillas, le dije:
-He olvidado, señorita, pedirle algo para leer.
Se resistió; pero abrí muy pronto el libro que buscaba. No te diré su título. Era realmente la más maravillosa de las novelas, el más divino de los poemas. Una vez leída la primera página, ya me dejó recorrerlo todo a mi capricho; y deshojé tantos capítulos que nuestras bujías se consumieron hasta el final. Nos teníamos que separar; me despedí de ella, y ganaba ya mi habitación, caminando con mucho tiento para no hacer ruido, cuando una mano brutal me paró y una voz, la de Rivet, me cuchicheó en la punta de la nariz:
-¿Pero no has acabado de arreglar el asunto de ese cerdo de Morin?
A las siete de la mañana, ella misma me llevó una taza de chocolate. No he probado jamás nada parecido. Un chocolate para morirse, suave, fino, perfumado y embriagador, que no podía quitar la boca de los bordes deliciosos de la taza. Apenas la joven acababa de salir, cuando entró Rivet. Parecía que estaba nervioso, irritado, como quien no ha dormido apenas. Me dijo en un tono muy áspero:
-Si sigues así, ya me entiendes, acabarás por echar a perder el asunto de ese cerdo de Morin.
A las ocho, llegó la tía. La discusión fue breve. Aquella buena gente retiraba su querella y yo entregaría quinientos francos para los pobres del pueblo. Entonces nos invitaron a pasar el día con ellos, y organizaríamos un excursión para a visitar las ruinas. Henriette, que estaba detrás de sus tíos, me hacía gestos con la cabeza como diciéndome: “¡Sí, quédese!”, y acepté; pero Rivet se empeñó en marcharse y no lo podíamos hacer desistir de esta idea. Lo llamé aparte, le rogué, le supliqué y nada. Entonces le dije:
-Vamos, amigo Rivet, hazlo aunque sólo sea por mí.
Pero estaba tan desesperado, que me respondió a la cara:
-Ya tengo bastante, ¿entiendes?, con el asunto de ese cerdo de Morin.
Me vi obligado a marchar también. Fue uno de los momentos más duros de mi vida. Yo me hubiese quedado arreglando el asunto de ese cerdo de Morin durante toda mi vida. Nos despedimos con unos enérgicos y mudos apretones de manos, y ya en el vagón le dije a Rivet:
-Tú no eres más que un grosero.
-Amigo mío -me respondió- ya me estás provocando demasiado.
Al llegar ante la puerta de las oficinas de Fanal, divisé una muchedumbre que nos estaba esperando. En cuanto nos vieron, comenzaron a gritar:
-¡Eh! ¿Arreglaron el asunto de ese cerdo de Morin?
Toda La Rochelle estaba revuelta con esta cuestión. Rivet, a quien se le había disipado el mal humor en el camino, a duras penas pudo contener la risa al declarar:
-Sí, está arreglado, gracias a Labarde.
Y nos fuimos a casa de Morin. Estaba tendido en un sillón; le habían puesto unos sinapismos en las piernas y unas compresas de agua fría en la cabeza, y desfallecía de agobio. Tosía sin parar, con una tosecita de agonizante, sin que se supiese dónde había cogido ese catarro. Su mujer lo miraba con ojos de tigre dispuesta a devorarlo. En cuanto nos vio le entró un temblor que le sacudía las muñecas y rodillas. Le dije:
-Eso está arreglado, puerco, pero no lo vuelvas a hacer.
Se levantó muy agitado, me cogió las manos y me las besó como si fuesen las de un príncipe; lloró, estuvo a punto de perder el conocimiento, abrazó a Rivet, y abrazó incluso hasta a madame Morin, quien dándole un empujón, al rechazarlo, lo arrojó de nuevo en su asiento. Pero su emoción había sido demasiado fuerte, y las impresiones recibidas dejaron tales huellas en su espíritu, que ya no se rehizo jamás de aquel golpe. En toda la comarca ya sólo le llamaban “ese cerdo de Morin”, y siempre que oía este epíteto era como si le atravesasen el corazón con una espada. Cuando un golfillo de la calle gritaba: “¡Cerdo!“, volvía la cabeza por instinto. Sus amigos lo acribillaban a bromas de todo género, y le preguntaban cada vez que comían jamón:
-¿Es del tuyo?
Dos años más tarde había muerto. En mil ochocientos setenta y cinco, cuando me presenté a las elecciones, fui a hacer una visita interesada al nuevo notario de Tousserre, monsieur Belloncle, y me recibió una mujer hermosa y opulenta.
-¿No me reconoce usted? -preguntó ella.
Yo balbucí:
-Pues…, no…, señora.
-Henriette Bonnel.
-¡Ah!
Y sentí que me ponía pálido. Me pareció que se alegraba de verme, y me sonreí al mirarla. Cuando me dejó a solas con su marido, éste me cogió las manos tan fuerte, al estrecharlas, que me las magulló.
-¡Cuánto tiempo hace, querido señor, que deseo conocerlo! Mi mujer me ha hablado tanto de usted… Sí, sé… en qué dolorosas circunstancias la conoció usted, y sé también con cuánta delicadeza, tacto y abnegación remató el asunto.
Vaciló, y después pronunció muy bajito, como si hubiese articulado una palabra grosera:
-El asunto de ese cerdo de Morin.


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