domingo, 16 de abril de 2017

Final de una relación de Alberto Moravia


      Una tarde de noviembre, Lorenzo, joven rico y ocioso, corría en automóvil hacia su casa, donde sabía que su querida lo estaba esperando hacía ya más de media hora. El tiempo, que había empeorado repentinamente con una lluvia desordenada e intermitente y un viento muy desagradable, que encontraba siempre la manera de soplar en plena cara fuera cuál fuera la dirección en que se marchara, cierto insomnio que todas las noches, tras las primeras horas de sueño, lo despertaba de improviso y lo mantenía en vela hasta el alba, una sensación de pánico, de persecución y de opacidad de la que hacía meses no conseguía librarse, todo contribuía a poner a Lorenzo en un estado de ánimo enardecido y rabioso. «Acabar con todo esto», se repetía continuamente mientras conducía el coche por las calles de la ciudad y sentía que la menor nadería —el limpiaparabrisas que interrumpía un momento su vaivén sobre el vidrio empapado, la palanca de las marchas que en medio del tráfico, bajo su mano frenética, no entraba bien, los inútiles clamores de las bocinas de los automóviles parados tras el suyo— le producía una
      pena aguda y miserable, con ganas de gritar: «Pero ¿aca­bar con qué?» Lorenzo no habría podido responder con exactitud a esta pregunta. Cada vez que dirigía la mirada desde su injustificada miseria a su propia vida comprendía que no le faltaba nada, que no había nada que cambiar, que había obtenido todo lo que deseaba e incluso algo más. ¿Acaso no era rico? ¿Y no hacía de sus ri­quezas un uso juicioso y refinado?
      Casa, automóvil, viajes, trajes, diversiones, juego, vera­neos, vida de sociedad y querida; a veces se le ocurría enumerar todo lo que poseía, con una especie de hastío vano y orgulloso, para acabar concluyendo que el origen de su malestar debía buscarse en algún trastorno físico. Pero los médicos a los que había acudido con el alma llena de esperanzas lo habían desilusionado de inmediato: es­taba sanísimo, no aparecía en él ni la más leve sombra de enfermedad, Así, sin motivo, la vida se había convertido en un árido y opaco tormento para Lorenzo. Cada noche, al acostarse después de un día vacío y tétrico, se juraba a sí mismo: «Mañana será el día de la liberación.» Pero a la mañana siguiente, al despertarse de un sueño fatigoso, le bastaba con abrir no ya los dos ojos, sino uno solo, para comprender que aquel día no sería muy distinto de los que lo habían precedido. Le bastaba con echar una ojeada a su dormitorio, en el cual todos los objetos parecían recubiertos con la pátina opaca de su pena, para estar seguro de que tampoco ese día la realidad aparecería más nítida, más alentadora y más comprensible de lo que había sido una semana o un mes antes. Sin embargo, se levantaba, se poma una bata, abría la ventana, lanzaba un disgustado vistazo a la calle ya llena de la madura luz de muy entrada la mañana, y luego, como esperando que el agua fría y caliente pudiera quitarle de encima aquella especie de funesto encantamiento, como le quitaba los sudores y las impurezas de la noche, se encerraba en el baño y se dedicaba a un arreglo personal que parecía hacerse cada vez más refinado y minucioso a medida que se ahon­daba su extraña miseria. Así transcurrían dos horas en cuidados inútiles; dos horas durante las cuales Lorenzo, una y mil veces, tomaba un espejo y se quedaba escrutando su propio rostro, como si esperara sorprender en él una mirada, hallar una arruga que pudiera hacerle intuir los motivos de su cambio. «Es la misma cara —reflexionaba rabiosamente— que tenía cuando era feliz, la misma cara que les gustó a las mujeres a las que amé, que sonrió, que estuvo triste, que odió, envidió y deseó; en suma, que tuvo su vida. Y ahora, en cambio, quién sabe por qué, todo parece acabado.» Pero a pesar de la vaciedad y la amargura de esos cuidados dedicados a su persona física, aquellas dos horas eran las únicas de la jornada durante las que lograba olvidarse de sí mismo y de su miserable estado, quizá debido a que el empleo que les daba era preciso y limitado y no exigía ninguna reflexión. Por lo demás, él lo sabía («una prueba más —solía pensar a veces— de que no soy ya más que un cuerpo sin alma, un animal que pasa su tiempo alisándose el pelo») y las prolongaba de intento. Después comenzaba verdade­ramente la jornada, y con ella su árido tormento.
      El departamento de Lorenzo estaba en la planta baja de un palacete nuevo, situado al final de una callejuela aún incompleta que, partiendo de la avenida suburbana, se perdía en el campo pocas casas más allá. Salvo la suya, todas las casas del callejón se hallaban deshabitadas o en trance de construcción; no existía adoquinado, sino un fango espeso surcado por las rodadas profundas y duras que habían dejado los carros en su ir y venir a las obras con su cargamento de tierra y de piedras; sólo había dos
farolas junto a la entrada de la calle, de forma que aquel día, tan pronto como atravesó el vasto y antiguo charco que obstruía el comienzo, por una luz que brillaba al final de la oscura calle, húmeda y reluciente, más o menos en el punto en que estaba su dormitorio, Lorenzo comprendió que —como se había figurado— su amante ya había llegado y estaba esperándolo. Ante este pensamiento le asaltó un mal humor intenso e irracional contra la mujer, que no tenía ninguna culpa y que había acudido a la cita que él le diera; y, al mismo tiempo, un presentimiento de que estaba a punto de ocurrir algo decisivo. Apretando los dientes debido a la gran ferocidad del sen­timiento que oscurecía su mente, detuvo el coche ante la puerta, cerró con ira la portezuela y entró en la casa.
      Sobre el mármol amarillo de la mesita de falso estilo Luis XV que había en el vestíbulo vio, junto al corto paraguas y al bolso, un curioso paquete erizado de puntas agudas. Intrigado, deshizo la envoltura del papel: era una pequeña locomotora de lata; antes de acudir a la cita, su amante, que estaba casada desde hacía ocho años y tenía dos niños, había ido, como buena madre que era, a com­prar un juguete para regalárselo aquella noche cuando, cansada y lánguida, volviera a casa poco antes de la cena. Lorenzo envolvió de nuevo el juguete en su papel, colgó el impermeable y el sombrero y pasó al dormitorio.
      De inmediato, a la primera mirada, comprendió que la mujer, para entretenerse durante la espera, se había pre­parado a sí misma y al cuarto de manera que él, al llegar desde la noche fría y lluviosa, recibiera inmediatamente la impresión de una intimidad afectuosa y confortante. Sólo estaba encendida la lámpara de la cabecera, y ella la había envuelto con su camisa de seda rosa para que la luz fuera cálida y discreta; en una mesita estaban pre­paradas la tetera y las tazas; su bata de seda, desplegada en una butaca, y sus pantuflas afelpadas puestas en el suelo, bajo la bata, parecían dispuestas a saltar encima de él y a revestirlo, tan grande era el cuidado con que ha­bían sido arregladas. Pero el malhumor que le inspiraron estas atenciones casi conyugales se redobló cuando vio que la mujer, para recibirlo dignamente, había tenido la idea de ponerse un pijama suyo. La mujer estaba tendida de lado sobre la colcha amarilla y suntuosa de la cama, y el pijama de grandes rayas azules, demasiado estrecho para sus caderas amplias y rotundas y para su pecho lleno y prominente, mal abrochado y mal puesto, la obligaba a adoptar una torpe e inconveniente actitud, que contras­taba desagradablemente con sus cabellos, negros y largos, y con la expresión plácida e indolente de su rostro. Todo esto lo observó Lorenzo en la primera y aguda ojeada que echó al cuarto. Luego, sin decir palabra, se sentó sobre la colcha, al borde de la cama.
      Hubo un instante de silencio.
      —¿Sigue lloviendo? —preguntó por fin la mujer, mi­rándolo con una serena e inerte curiosidad y acurrucán­dose junto a él, como si hubiera percibido inconsciente­mente la crueldad que había en los ojos inmóviles y ab­sortos de Lorenzo.
      —Llueve —contestó él.
      Hubo un nuevo silencio, la amante le dirigió tres o cuatro preguntas, recibiendo siempre las mismas breves y angustiadas respuestas, y en seguida le preguntó:
      —¿Qué tienes?
      Y, mientras hablaba así, se arrastró hasta él y se acu­rrucó a su lado.
      —¿Qué tienes? —repitió anhelante, con un principio de aprensión en sus hermosos ojos, negros e inexpre­sivos.
      Al verla tan cerca, viva y ansiosa, y al mismo tiempo tan remota a causa de su malestar, Lorenzo sintió que un mutismo árido y angustioso oprimía su garganta. «Quizá toda la culpa sea de ese maldito pijama que se le ha me­tido en' la cabeza ponerse», pensó. Y, mientras contestaba que no tenía nada, intentó quitarle la chaqueta de gruesas rayas con manos desmañadas e impacientes.
      Creyendo que el joven quería desnudarla para acari­ciarla mejor, bastante satisfecha por poder atribuir su in­quietante silencio a una turbación de los sentidos, la mujer se apresuró a deshacerse del pijama y, desnuda y plácida, se tendió de nuevo en la actitud de pasiva es­pera en la que Lorenzo la había encontrado al entrar en el cuarto. Siempre sin decir una palabra, él se sentó a su lado y comenzó a acariciarla de manera distraída y preocupada, casi sin mirarla y como pensando en otra cosa. Sus dedos se enredaban ociosamente en los negros ca­bellos, desordenándolos y volviéndolos a alisar, su mano se posaba abierta e insegura ora en su pecho desnudo, como si quisiera sentir la tranquila respiración que lo animaba a intervalos, ora sobre el vientre, como teniendo la curiosidad de sorprender bajo su amplia e inmóvil blan­cura el latido del deseo; pero, en realidad, para él era como tocar un tronco exánime e informe; con lucidez, mientras lo acariciaba, advertía que no experimentaba ningún amor por aquel hermoso cuerpo y que ni siquiera percibía su vida, fuera aliento o deseo; y esta irremedia­ble sensación de alejamiento se agudizaba dolorosamente debido a las miradas angustiadas e interrogativas con las que su amante no dejaba de examinarlo, como un enfer­mo tendido en la camilla de hierro de un médico. Luego, Lorenzo se acordó de pronto del tranquilo e indiferente disgusto con que un gato suyo, cuando ya no tenía ham­bre, desviaba el hocico ante el plato que se le ofrecía.
      —El animal está saciado —exclamó entonces, con voz irónica y triunfante— y no quiere comer más.
      —¿Qué animal, Renzo? —preguntó, inquieta, la mu­jer—. ¿Qué te pasa?
      Lorenzo no contestó nada a esta pregunta, pero al mi­rarla, con ojos aguzados por el árido sufrimiento que le oprimía, su vista se detuvo en la mano con la cual —en un gesto lánguido y patético de inconsciente defensa— ella se cubría el pecho. Era una mano bastante bonita y más bien grande, ni demasiado gordezuela ni demasiado ner­viosa, blanca y lisa, y llevaba en el anular un sencillo anillo de bodas.
      Durante un rato Lorenzo miró ese anillo, miró el cuer­po desnudo, joven y espléndido, aovillado con cierto empacho sobre la colcha amarilla y lisa del lecho, y luego, de repente, fue como si —en un arrebato irresistible— ­todo el odio acumulado durante los tristes últimos meses en las zonas interiores de su conciencia rompiera los de­bilitados diques de su voluntad e inundase su alma.
      —¿Qué anillo es ése? —preguntó, indicando la mano.
      La amante, sorprendida, bajó los ojos sobre su pecho.
      —Pero Renzo —contestó luego, sonriendo—, ¿en qué estás pensando? ¿No ves que es la alianza?
      Hubo de nuevo un breve silencio; Lorenzo trataba en vano de dominar el extraño y cruel sentimiento que se había apoderado de él. Después:
      —¿No te da vergüenza? —preguntó de pronto, bajan­do la voz—. Dime, ¿no te da vergüenza estar así, desnuda, en mi cama? Tú, una mujer casada y madre de dos niños.
      Si le hubiera dicho que era de madrugada y que el sol estaba a punto de salir, la mujer no se habría quedado más asombrada. Con todos los signos de una sorpresa dolorida y aprensiva, se sentó en la cama y lo miró.
      —¿Qué quieres decir con eso? —interrogó.
      Absolutamente incapaz ya de contenerse, Lorenzo sacu­dió con violencia la cabeza y no contestó.
      —¿No te da vergüenza? —repitió después—, ¿no te preguntas qué pensarían tu marido y tus hijos si te vie­ran aquí, en mi cama, sin nada de ropa encima, o si pudieran verte cuando nos abrazamos y observar cómo la cara se te pone roja y excitada, y cómo meneas el cuerpo, y qué posturas adoptas? ¿O si pudieran oír las cosas que me dices a veces?
      Más que la vergüenza de la que Lorenzo hablaba, pare­cía que la mujer experimentaba una sensación de espanto. Replegando las piernas bajo los muslos, se incorporó aún más en la cama, y al hacer este gesto sus largos y negros cabellos cayeron sobre su pecho y sus hombros; en se­guida, suplicante y cohibida, puso una mano en la mejilla del joven.
      —Pero ¿qué tienes? —volvió a preguntar—. ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Qué tienen que ver con nos­otros?
      —Tienen que ver —contestó Lorenzo; y con un rudo movimiento de la cara apartó aquella mano afectuosa. Sin comprender, perpleja, la amante se calló un rato, mientras lo observaba.
      —Pero yo te quiero —objetó por último, dejando al descubierto la verdadera naturaleza de su preocupación—. ¿Es que crees que no te quiero?
      Su sinceridad era evidente; pero volvía a hacer sentir a Lorenzo su propia incapacidad para hablar, sin mentir, el vago e impreciso lenguaje del amor; y esto ensanchó la distancia que ya los separaba. Durante mucho tiempo, mudo y trastornado, él la miró sin moverse. «Lo malo es que yo no te quiero», le habría gustado contestar. En vez de ello se levantó y comenzó a pasear de arriba a abajo por la amplia habitación llena de sombra. De vez en cuan­do lanzaba una ojeada a la mujer, allá sobre la cama, y veía cómo cada vez que sus miradas se detenían en ella cambiaba atemorizada de actitud, ora cubriéndose el re­gazo, ora sacudiéndose los cabellos, ora poniendo una ma­no sobre los pies aplastados por los pesados muslos, sin dejar de seguir con sus ojos intimidados su silencioso ir y venir. «Me quiere —pensaba mientras tanto—. ¿Cómo puede decir que me quiere si ni siquiera remotamente sabe cómo soy ni quién soy? »
      La aridez de su sentimiento le secaba la garganta; se detuvo de improviso ante un bargueño dorado y falso como todos los otros muebles del cuarto, lo abrió, sacó una botella y se sirvió un gran vaso de soda. Entonces, en el momento en que se disponía a beber:
      —Renzo —profirió la mujer con su voz bonachona, ca­lida y un poco vulgar—, Renzo, dime la verdad. Alguien te ha hablado mal de mí y tú te lo has creído. Dime la verdad, ¿no es así?
      Ante estas palabras detuvo el vaso que se estaba lle­vando a los labios y se demoró un momento observándola: con el rostro desconcertado y suplicante, con los cabellos blandamente esparcidos sobre el pecho y los brazos, con el cuerpo blanco y lleno, enteramente plegado y recogido, le pareció que su amante no habría podido dar a enten­der más claramente su propia ceguera ante lo que ocu­rría. Sin responderla, bebió y dejó el vaso sobre el bar­gueño.
      —Vístete —le dijo luego brevemente—. Es mejor que te vistas y te vayas.
      —Eres malo —dijo la mujer, con aquel tono suyo in­dolente y juicioso, como si estuviera segura de que esta conducta de Lorenzo se derivaba de un mal humor pasajero—, eres malo e injusto. También yo creo que será mejor que me vaya.
      Se echó el pelo hacia atrás, sobre los hombros, con un gesto pleno de indiferencia y de seguridad, bajó de la cama e hizo un ademán para acercarse a la butaca donde había dejado sus ropas. En estas palabras y en esta acti­tud sólo había la serenidad indolente y un poco bovina con que la mujer lo hacía todo. Pero a Lorenzo, irritado, le pareció descubrir una ironía insolente y despreciativa; y de golpe le acometió un cruel deseo de humillarla y cas­tigarla. Se encaminó rápidamente hacia su ropa, la cogió y empezó a recorrer la habitación lentamente, tirando las prendas al suelo una a una y preocupándose de elegir los sitios más recónditos y difíciles. «Así tendrá que incli­narse al suelo para recogerlas», pensaba; y le parecía que no podía haber nada más humillante para su querida, des­nuda como estaba, que esta ridícula y penosa búsqueda.
      —Y ahora recógelas —dijo, volviéndose hacia la cama.
      Muy asombrada, aunque ya enteramente segura de sí y de los motivos de su resentimiento, la mujer lo miró un momento sin abrir la boca.
      —Te has vuelto loco —dijo por fin, tocándose la frente con el dedo en un gesto expresivo.
      —No, no estoy loco —contestó Lorenzo; fue hasta la lámpara, cogió la camisa rosa con la que la mujer la había envuelto y la tiró debajo de la cama.
      Se miraron. Después la mujer se encogió de hombros con indiferencia, bajó de la cama e inclinándose aquí y allá, sin la menor vergüenza, recorrió el cuarto recogien­do las ropas que Lorenzo había tirado al suelo. Hundido en su butaca, Lorenzo la seguía atentamente con la mira­da; la veía, blanca y ligera, recorrer la oscura habitación, ora doblándose con la cabeza hacia abajo y las nalgas al aire, ora agachándose diligentemente con la cara pegada al suelo y el pelo esparcido alrededor, ora inclinándose hacia un lado con los senos colgantes y un pie en el aire; y le parecía que se había castigado a sí mismo en vez de a su amante; porque, mientras ella no parecía experimentar vergüenza ni humillación, y sí solamente fastidio, a él, que la miraba con crueldad, le parecía en cambio que aque­llas grotescas actitudes de animal torpe destruían el deseo y también cualquier sentimiento de humana simpatía. Todo estaba perdido —reflexionaba, lleno de sufrimiento—, jamás podría salir de estas condiciones de disgusto y de desilusión; incapaz de amar, semejante a un hombre que se hunde en la arena, el menor esfuerzo que hiciera para despertar su sentimiento muerto lo hundiría un poco más en este pantano de la crueldad y de la fría práctica. Absorto en estos pensamientos, le parecía ver desde muy lejos, envuelta ya en un aire funesto e irreparable de .rup­tura, a su amante, que comedidamente se iba vistiendo una prenda tras otra del otro lado de la cama.
      —Hasta la vista y, por favor, cúrate —le dijo ella fi­nalmente, con un resentimiento bonachón, pero firme, desde el umbral.
      Un minuto después la puerta de la casa se cerró de golpe en el vestíbulo, y sólo entonces Lorenzo, saliendo bruscamente de su amarga distracción, advirtió que se había quedado solo.
      Permaneció inmóvil durante mucho rato, contemplando la colcha amarilla e iluminada de la cama, en cuyo cen­tro persistía aún el. hueco que había excavado al yacer el cuerpo de su amante. Por último, se levantó, fue a la ventana y la abrió. Ya no llovía fuera de la habitación cálida y cerrada, frente a la fresca noche invernal; sintió que su mente, como una jaula repleta de malignas arpías, se vaciaba de pronto, quedando vacía y sucia. Estaba quie­to, sus ojos veían el negro y confuso terreno en construc­ción que había bajo la casa, con sus montones de inmun­dicias, los hierbajos y unas formas cautas y lentas que debían de ser gatos famélicos; sus oídos percibían los rumores de la cercana avenida, bocinas de automóviles, chirridos de tranvías, pero su pensamiento permanecía inerte y sólo creía existir a través de aquellas laceraciones solitarias y casuales de los sentidos. «Como yo, más aún, mejor que yo —pensaba mientras observaba las sombras móviles y cautelosas de los gatos sobre los blancuzcos montones de basura—, esos gatos oyen los ruidos, ven esas cosas; ¿qué diferencia hay entre yo, que soy hombre, y esos gatos?» Esta pregunta le parecía absurda, pero al mismo tiempo comprendía que en el punto al que había llegado lo absurdo y lo real se confundían estrechamente, hasta no distinguirse uno de otro. «¡Qué desdichado soy! —comenzó luego a murmurar en voz baja, sin apartarse del antepecho—. ¿Cómo me las he arreglado para verme reducido a tanta desdicha?» De pronto se le ocurrió la idea de quitarse una vida ya tan vacía e incomprensible; le pareció que el suicidio era fácil y maduro, como un fruto que le bastaría con tender la mano para coger; pero además de una especie de desprecio ante una acción que siempre había considerado como una debilidad, además cíe un sentido casi de deber, le pareció que lo retenía una esperanza extraña y, en su presente condición, inesperada: «No vivo —pensó de repente—, estoy soñando. Esta pe­sadilla no durará lo bastante para convencerme de que no se trata de una pesadilla, sino de la realidad. Y un día me despertaré y reconoceré el mundo, con el sol, las es­trellas, los árboles, el cielo, las mujeres y todas las demás cosas hermosas; hay que tener paciencia; el despertar no puede tardar.» Pero el frío nocturno lo iba penetrando lentamente; al fin reaccionó y, cerrando la ventana, volvió a sentarse en la butaca, frente a la cama vacía e iluminada.
 

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