martes, 29 de noviembre de 2016

El disparo de Alexander Pushkin


Nuestro regimiento se encontraba en la pequeña localidad de X. De sobra es conocida la vida del oficial. Por la mañana, instrucción y montar a caballo; almuerzo en casa del coronel o en la taberna de algún judío; por la noche, el ponche y las cartas. En X no había ni una sola reunión de quiena sociedad, ni una sola muchacha casadera; nos juntábamos los unos en casas de los otros y no veíamos nada más que nuestros propios uniformes.
De todos nosotros sólo había uno que no era militar. Tenía unos treinta y cinco años, por lo que lo considerábamos ya viejo. La experiencia le daba una gran superioridad sobre nosotros; por otra parte, su carácter siempre sombrío, sus bruscos modales y su mala lengua ejercían gran influencia en nuestras mentes jóvenes. Cierto misterio lo rodeaba; parecía ruso, pero su nombre era extranjero. En otro tiempo había servido en húsares e incluso con fortuna, pero nadie conocía los motivos que lo indujeron a pedir el retiro y a recluirse en aquella mísera localidad, donde llevaba, a la vez, una vida pobre y de despilfarro: siempre iba a pie, vestía una raída levita negra, pero su mesa estaba siempre puesta para todos los oficiales de nuestro regimiento. Cierto es que sus comidas se componían solamente de dos o tres platos que preparaba un soldado retirado del servicio, pero champagne corría allí chorros. Nadie sabía nada de sus bienes ni de sus rentas y nadie se atrevía a preguntarle nada a ese respecto. Tenía libros, en su mayor parte militares y novelas. Los prestaba de buen grado y no los reclamaba nunca; por su parte, jamás devolvía a su dueño el libro que hubiera pedido. Su ejercicio favorito consistía en el tiro con pistola. Las paredes de su aposento, desconchadas por las balas, estaban tan llenas de agujeros que parecían panales. Una valiosa colección de pistolas era el único lujo de la humilde casita en que vivía. La habilidad que había alcanzado en el tiro era extraordinaria, y si hubiese querido tomar como blanco una pera colocada sobre la cabeza de alguno de nosotros, nadie en el regimiento habría dudado en ofrecer la suya. Nuestras conversaciones giraban con frecuencia en torno a los duelos. Silvio (lo llamaré así) nunca tomaba parte de ellas. Cuando se le preguntaba si se había batido alguna vez, respondía secamente que sí, pero no entraba en detalles y era evidente que estas preguntas le desagradaban. Suponíamos que sobre su cabeza debía pesar alguna víctima de su terrible destreza. Jamás se nos habría ocurrido sospechar en él nada semejante a la timidez. Hay hombres cuyo aspecto disipa tales sospechas. Un suceso casual nos dejó estupefactos.
En cierta ocasión comíamos alrededor de diez oficiales en casa de Silvio. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo; después de la comida insistimos cerca del anfitrión para que jugáramos a las cartas y él fuese el banquero. Se resistió largo rato, porque no jugaba nunca; al fin, dio orden de que trajeran naipes, arrojó sobre la mesa medio centenar de billetes de diez rublos y se dispuso a cortar. Nosotros lo rodeamos y empezó el juego. Silvio tenía la costumbre de guardar un silencio absoluto mientras jugaba; jamás discutía ni daba explicaciones. Si alguien se equivocaba en la cuenta, él inmediatamente abonaba el resto o anotaba lo que sobraba. Nosotros conocíamos su costumbre y lo dejábamos hacer. Pero aquella vez estaba entre nosotros un oficial trasladado hacía poco a nuestro regimiento. Pues bien, este oficial, en un momento de distracción, se apuntó un punto de más. Silvio tomó la tiza y rectificó el error, según tenía por costumbre., El oficial, creyendo que Silvio se había equivocado, comenzó a dar explicaciones. Silvio siguió contando en silencio. El oficial, perdida la paciencia, tomó el cepillo y borró lo que parecía haber sido anotado sin motivo. Silvio tomó la tiza y restableció la cifra. Endurecido por el vino, el juego y la risa de sus compañeros, el oficial se consideró terriblemente agraviado, y blandiendo con furia un candelabro de cobre que había sobre la mesa, lo arrojó contra Silvio, que apenas si pudo esquivar el golpe. Nosotros quedamos sobrecogidos, Silvio se levantó, pálido de cólera, y con los ojos echando chispas, dijo:
-Caballero, tenga la bondad de salir, y dé gracias a Dios que esto ha ocurrido en mi casa.
No poníamos en duda las consecuencias del incidente y dábamos por muerto a nuestro nuevo camarada. El oficial abandonó la casa, no sin antes decir que estaba dispuesto a responder de la ofensa como le pareciese al señor banquero. El juego se prolongó unos minutos, mas se veía que el anfitrión no estaba para cartas, por lo que nos levantamos uno a uno y nos marchamos a nuestras casas, haciendo comentarios acerca de la próxima vacante.
Al otro día nos preguntamos en el picadero si aún estaría vivo el pobre teniente, cuando se presentó él mismo y le hicimos esa pregunta. Nos contestó que hasta entonces no había tenido noticia alguna de Silvio. Aquello nos sorprendió. Nos acercamos a casa de Silvio y lo encontramos en el patio, entreteniendo en meter bala sobre bala en el as de una baraja pegada a la puerta. Nos recibió como de costumbre, sin referirse para nada al incidente del día anterior. Pasaron tres días y el teniente seguía vivo. Nosotros nos preguntábamos, sorprendidos, si sería posible que Silvio no llegara a batirse. Silvio no se batió. Se conformó con una explicación muy somera e hicieron las paces.
Aquello lo perjudicó extraordinariamente en la opinión de los jóvenes. La falta de valor es lo que menos perdona la gente joven, que suele ver en el coraje la cumbre de las virtudes humanas y la justificación de toda clase de vicios. Mas todo se fue olvidando poco a poco, y Silvio recuperó su antigua influencia. 
Yo era el único que ya no podía acercarme a él. Dotado de una romántica imaginación, había cobrado por aquel hombre más afecto que ningún otro; su vida era un enigma y lo imaginaba como un héroe de alguna novela misteriosa. Él me estimaba: al menos, sólo conmigo se olvidaba de su habitual lengua envenenada y hablaba de las cosas con sencillez y amenidad extraordinarias. Poco después de aquella desgraciada noche, la idea de que su honor había quedado en duda y la ofensa no había sido lavada por su propia voluntad, me producía vergüenza y rehuía mirarlo a la cara. Silvio era demasiado inteligente y poseía demasiada experiencia para no verlo y no adivinar la causa. Mi actitud parecía apenarlo; por lo menos advertí un par de veces el deseo de buscar una explicación conmigo, pero yo lo esquivé y Silvio se alejó de mí. A partir de entonces no lo veía más en presencia de otros camaradas, y ya no volvimos a nuestras sinceras conversaciones de antes.
Los ociosos habitantes de la capital no tienen la menor idea de las muchas distracciones que llenan la vida de los habitantes de las aldeas o de las pequeñas ciudades; una de ellas es, por ejemplo, el día de correo. Los martes y los viernes las oficinas de nuestro regimiento estaban llenas de oficiales; unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos. Las cartas eran abiertas allí mismo, los oficiales se comunicaban unos a otros las noticias y las oficinas ofrecían un animadísimo aspecto. Silvio recibía la correspondencia dirigida a la dirección del regimiento y, por lo general, era uno de los que se hallaban presentes. Cierto día le entregaron un pliego, del que rompió los sellos con extraordinaria impaciencia. Al recorrer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados cada uno con sus propias misivas, no advirtieron nada.
-Señores –les dijo Silvio-, las circunstancias exigen mi marcha inmediata. Parto esta misma noche. Espero que no me negarán el honor de cenar conmigo por última vez. Lo espero también a usted –añadió volviéndose hacia mí-, lo espero sin falta.
Dicho esto, salió rápidamente, y nosotros, después de convenir que nos reuniríamos en casa de Silvio, nos fuimos cada uno por nuestro lado.
Llegué a casa de Silvio a la hora fijada y encontré allí a casi todos los oficiales del regimiento. El equipaje estaba ya hecho, no quedaban más que las paredes desnudas y agujereadas por las balas. El anfitrión estaba de un humor excelente y su alegría no tardó en comunicarse a todos; los tapones de las botellas saltaban continuamente y nosotros deseamos a Silvio de todo corazón un buen viaje y toda suerte de venturas. Nos levantamos de la mesa cuando ya la noche estaba avanzada. En el momento en que cada uno buscaba su gorra, Silvio, que se despedía de todos, me tomó del brazo y me detuvo en el instante mismo en que me disponía a salir.
-Necesito hablar con usted –me dijo en voz baja.
Yo me quedé.
Los invitados se aviando; estábamos solos. Sentados uno frente al otro, encendimos en silencio nuestras pipas. Silvio parecía preocupado; no quedaban huellas de su turbulenta alegría. Su sombría palidez, sus ojos resplandecientes y el espeso humo que salía de su boca le daban un aspecto verdaderamente diabólico. Pasaron unos instantes y Silvio rompió el silencio:
-Quizás no nos volvamos a ver –me dijo-; pero antes de marcharme quisiera darle una explicación. Usted habrá podido observas que me preocupo poco de la opinión ajena, pero lo estimo y me sería muy penoso que guarde de mí una opinión equivocada.
Se detuvo y comenzó a cargar de nuevo su pipa; yo callaba, con la vista baja.
-A usted le pareció extraño –continuó- que no pidiera explicaciones a ese borracho y cabeza rota de R. Convendrá conmigo que, teniendo yo derecho a elegir el arma, su vida estaba en mis manos; en cambio la mía estaba casi segura. Podría yo atribuir tal moderación a un espíritu magnánimo, pero no quiero mentir. Si hubiera podido castigar a R. sin exponer en absoluto mi vida, no lo habría perdonado por nada del mundo.
Miré asombrado a Silvio. Tal confesión me había dejado estupefacto. Él prosiguió:
-Como le digo: no tengo derecho a exponer mi vida. Hace seis años recibí una bofetada y mi enemigo vive aún.
Mi curiosidad se hallaba sumamente excitada.
¿No se batió usted con él? –pregunté-. ¿Tal vez las circunstancias los separaron?
-Me batí –respondió Silvio-, y he aquí el recuerdo de nuestro duelo.
Se levantó, sacó de una caja de cartón un gorro rojo con galones y una borla dorada (lo que los franceses llaman bonnet de police) y se lo puso. El gorro presentaba un orificio de bala una pulgada más arriba de su frente.
-Usted sabe –continuó Silvio– que serví en el regimiento de húsares de X. Ya conoce mi carácter: estoy acostumbrado a ser el primero en todo, pero de joven esto era en mí una verdadera pasión. En aquellos tiempos estaban de moda los escándalos: yo era el primer juerguista del regimiento. Nos enorgullecíamos de nuestras borracheras. Le gané en beber al famoso Burtsov, cantado por Denis Davidov. En nuestro regimiento había duelos a cada instante: en todos era yo testigo o actor. Mis compañeros me adoraban, y los jefes del regimiento, que cambiaban sin cesar, veían en mí un mal necesario.
“Yo gozaba tranquilamente (o más bien intranquilamente) de mi fama cuando llegó al regimiento un joven de una familia noble y rica (no quiero decir su nombre). ¡Jamás he encontrado a un hombre tan afortunado y tan brillante! Imagínese usted: juventud, inteligencia, belleza, la alegría más desbordante, la valentía más despreocupada, un nombre conocido, dinero que gastaba a manos llenas y que no se agotaba nunca, y comprenderá la impresión que produjo entre nosotros.
“Mi supremacía estaba en peligro. Seducido por mi fama, trató de buscar mi amistad, pero yo lo recibí fríamente y él se apartó de mí sin sentirlo en lo más mínimo. Llegué a odiarlo. Sus éxitos en el regimiento y entre las mujeres me desesperaban. Comencé a buscar pendencia con él. A mis burlas contestaba con burlas que siempre me parecían más inesperadas e ingeniosas que las mías y que eran, indudablemente, mucho más alegres: él bromeaba y yo estaba rabioso. Por fin, en un baile en casa de un noble polaco, al verlo objeto de la atención de todas las damas, y en particular de la anfitriona, con quien yo mantenía relaciones, le dije al oído un insulto soez. Él no pudo contenerse y me dio una bofetada. Echamos mano a los sables, mientras las damas se desmayaban; nos separaron y aquella misma madrugada fuimos a batirnos.
“Era el amanecer. Yo estaba en el lugar convenido con mis tres padrinos y esperaba la llegada de mi adversario, desasosegado por una inexplicable impaciencia. El sol primaveral había salido y empezaba a sentirse calor. Lo vi desde lejos. Venía a pie, con la chaqueta del uniforme colgada del sable, en compañía de un solo padrino. Se acercaba con su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron doce pasos. Me correspondía tirar primero, pero la rabia que sentía me producía una emoción tan intensa que, desconfiando de mi buen pulso, y para tener tiempo de calmarme, le cedí el primer disparo. Mi adversario no aceptó. Decidimos echarlo a la suerte: él, siempre favorito de la fortuna, sacó el primer número. Apuntó y me atravesó el gorro. Me tocaba a mí. Lo miré ávidamente, tratando de captar aunque fuera una sombra de inquietud. Estaba a merced de mi pistola, eligiendo las cerezas maduras y escupiendo los carozos, que llegaban hasta mí. Su indiferencia me hizo perder la razón. “¿Qué gano, pensé, quitándole la vida si él no la tiene en el menor aprecio?” Una idea malvada pasó por mi mente. Bajé mi pistola.
“-Parece que no se ha hecho el ánimo de encontrarse con la muerte –le dije-, no quiero interrumpir su desayuno.
“-No me molesta en absoluto –replicó él-. Puede disparar si gusta, aunque puede hacer lo que mejor le parezca. Le debo el disparo, siempre estaré a su disposición.
“Me volví hacia los padrinos, diciéndoles que en aquel momento no tenía intención de disparar, y así terminó nuestro duelo.
“Pedí el retiro y me vine a este lugarejo. Desde entonces no ha transcurrido un solo día sin que recordara la venganza. Hoy me ha llegado la hora…
Sacó del bolsillo la carta que había recibido a la mañana y me la dio a leer. Alguien (el encargado de sus asuntos, al parecer) le escribía desde Moscú que cierta persona debía contraer matrimonio en breve con una joven y hermosa muchacha.
-Usted adivinará –dijo Silvio- quién es esa cierta persona. Voy a Moscú. ¡Veremos si en las vísperas de su boda acoge la muerte con tanta indiferencia como la acogió aquel día comiendo cerezas!
Dicho esto, se puso de pie, tiró el gorro al suelo y empezó a recorrer la habitación de un extremo a otro, como un tigre en su jaula. Yo lo había escuchado inmóvil; sentimientos extraños y contradictorios embargaban todo mi ser.
Entró el criado y anunció que el coche estaba dispuesto. Silvio me estrechó con fuerza la mano y nos dimos un abrazo. Subió al carricoche, donde habían sido cargadas dos maletas, una con las pistolas y la otra con sus efectos personales. Nos despedimos una vez más y los caballos partieron al galope.

II
Pasaron varios años. Circunstancias familiares me obligaron a instalarme en una pobre aldea del distrito de N. Debía atender los asuntos de la finca, aunque no dejaba de suspirar calladamente el recuerdo de mi antigua vida despreocupada y bulliciosa. Lo más difícil era, para mí, las veladas de otoño e invierno, que pasaba en la soledad más absoluta. Hasta la hora de la comida, mataba mal o bien el tiempo con el stárosta, vigilando los trabajos o recorriendo las nuevas dependencias; pero en cuanto la tarde declinaba, ya no sabía qué hacer. Los pocos libros que había encontrado en el fondo de los armarios y en la despensa, me los conocía de memoria. Kirilovna, el ama de llaves, me había repetido todos los cuentos que podía recordar; las canciones de las mujeres me producían tedio. Comencé a beber el dulce licor, pero me causaba dolor de cabeza; y además, lo confieso, tenía miedo de convertirme en un “borracho para olvidar penas”, es decir, el borracho más empedernido entre los que abundan en nuestro distrito. No tenía vecinos cercanos, a excepción de dos o tres de esos empedernidos, cuya conversación se reducía simplemente a hipos y suspiros. La soledad era más soportable.
A cuatro verstas de mi casa se extendía una rica finca perteneciente ala condesa de B., pero únicamente el administrador la habitaba. La condesa sólo la había visitado una vez, el primer año de casada, y únicamente había vivido un mes en ella. Pero un día, en la segunda primavera de mi vida de anacoreta, se corrió el rumor de que la condesa iba con su marido a pasar el verano en la aldea. Y en efecto, llegaron a primeros de junio.
La llegada de un vecino acaudalado es todo un acontecimiento para quienes viven en el campo. Los propietarios y su servidumbre comienzan a hablar de ellos dos meses antes y siguen hablando tres años después. En lo que a mí respecta, lo confieso, la noticia de la llegada de una vecina joven y hermosa me causó fuerte impresión; ardía en deseos y de verla, y así, el primer domingo siguiente a su llegada, me dirigí después de comer a la aldea de X. a fin de presentar mis respetos a sus señorías como vecino más cercano y seguro servidor.
Un criado me hizo pasar al despacho del conde y salió para anunciar mi llegada. La espaciosa habitación estaba adornada con todo el lujo imaginable; a lo largo de las paredes se alineaban bibliotecas llenas de libros y, sobre cada una, un busto de bronce; encima de la chimenea de mármol se veía un ancho espejo; el piso estaba tapizado de paño verde y cubierto de alfombras. Perdido el hábito del lujo en mi pobre casa y después de no haber visto durante tanto tiempo la riqueza ajena, me intimidé; esperaba al conde con cierto nerviosismo, al igual que un solicitante provinciano aguarda la salida de un ministro.
Se abrió la puerta y apareció un hombre como de treinta y dos años, de muy buena presencia. El conde se acercó a mí con gesto franco y amistoso; yo traté de recobrarme y empecé a presentarme ceremoniosamente, pero él no me permitió seguir en ese tono. Tomamos asiento. Su conversación, espontánea y afable, no tardó en disipar mi timidez, nacida en aquel rincón perdido. Comenzaba ya a sentirme a mis anchas, cuando entró la condesa y la turbación se apoderó de mí con más intensidad que antes. En efecto, era de una gran belleza. El conde me presentó. Quise parecer desenvuelto; pero por más esfuerzos que hiciera por mostrarme sencillo, más torpe me sentía. Ellos, a fin de darme tiempo a sosegarme y habituarme a mis nuevos conocidos, comenzaron a hablar entre sí, tratándome sin cumplidos, como a un buen vecino. Mientras tanto, yo recorría la estancia, examinando libros y cuadros. Aunque no soy entendido en pintura, un lienzo llamó mi atención. Representaba un paisaje de Suiza, pero lo que me maravilló no fue la pintura, sino que el cuadro estuviese atravesado por dos balas, que habían sido disparadas una sobre la otra.
-Buen disparo –dije volviéndome hacia el conde.
-Sí –comentó él-, un disparo excelente. Y usted, ¿tira bien?
-No lo hago mal –contesté, satisfecho de que la conversación por fin tocara un tema que me era familiar-. A treinta pasos y tomando como blanco un naipe, no fallaría, aunque se entiende que con pistolas conocidas.
-¿De veras? –preguntó la condesa con muestra de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿acertarías a un naipe a treinta pasos de distancia?
-Deberíamos probar algún día contestó el conde-. En mis tiempos no tiraba mal, pero hace cuatro años que no tengo una pistola en la mano.
-En tal caso –observé- le aseguro que no acertaría a un naipe ni siquiera a veinte pasos: la pistola exige un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En mi regimiento, yo era uno de los mejores tiradores. En cierta ocasión estuve un mes sin tocar una pistola porque mis armas estaban en reparación. ¿Y sabe lo que ocurrió? El primer día que disparé, fallé cuatro veces seguidas tirándole a una botella a veinticinco pasos. Estaba presente un capitán, un hombre bromista y gracioso, que me dijo: “Se ve, hermano, que la mano no te llega a la botella”. No, excelencia, no debe descuidar este ejercicio si no quiere perder la puntería por completo. El mejor tirador que he conocido disparaba por lo menos tres veces antes de comer. Para él, esto era como tomarse una copa de vodka.
El conde y la condesa parecían satisfechos de que yo hubiera roto mi silencio.
-¿Y qué tal tirador era? –me preguntó el conde.
-verá, excelencia, si veía una mosca en la pared (¿se ríe, condesa?; palabra de honor que es verdad), si veía posarse una mosca, gritaba: “¡Kuzka, la pistola!”, y Kuzka le traía la pistola cargada. Disparaba y dejaba la mosca aplastada en la pared.
-Es extraordinario –comentó el conde-. ¿Cómo se llamaba?
-Silvio, excelencia.
-¡Silvio! –exclamó el conde, poniéndose de pie de un salto-. ¿Usted conoció a Silvio?
-Claro que sí, excelencia. Fuimos amigos. Lo habíamos recibido en nuestro regimiento como a un hermano, pero hará cosa de cinco años que no tengo la menor noticia de él. ¿Lo conoció también su excelencia?
-Lo he conocido, vaya si lo he conocido. ¿No le refirió un caso muy curioso?
-¿Se refiere, excelencia, a la bofetada que un tipo pendenciero le dio a Silvio en un baile?
-¿Le dijo a usted el nombre de ese pendenciero?
-.No, excelencia, no me lo dijo… ¡Ah! –proseguí, empezando a adivinar la verdad-. Perdóneme… No podía suponer… ¿Será usted…?
-Soy yo mismo –contestó el conde, presa de gran emoción-. Y el cuadro agujereado es un recuerdo de nuestro último encuentro.
-Por favor, querido –suplicó la condesa-, no lo cuentes, me va a dar miedo oírlo.
-No –replicó el conde-, lo contaré todo. Él conoce la ofensa que infligí a su amigo; que conozca también la manera como Silvio se vengó.
El conde me acercó un sillón y yo escuché con el más vivo interés el siguiente relato.
“Una tarde paseábamos a caballo mi esposa y yo; su yegua se puso terca, mi esposa se asustó, me entregó las bridas y decidió volver caminando a casa. Yo me adelanté. En el patio vi un carricoche; me anunciaron que en mi despacho me esperaba un hombre. No había querido decir su nombre, se había limitado a explicar que tenía un asunto pendiente conmigo. Entré en esa misma pieza y distinguí en la oscuridad a un hombre cubierto de polvo y con la barba crecida; estaba aquí, junto a la chimenea. Me acerqué, tratando de recordar sus facciones.
“-¿Me conoces, conde? –preguntó con vos temblorosa.
“-¡Silvio! –exclamé y, lo confieso, sentí que los cabellos se me erizaban
“-En efecto –prosiguió él-. Me debes un disparo. He venido a disparar mi pistola. ¿Estás dispuesto?
“El arma le asomaba por el bolsillo de la levita. Medí doce pasos y me coloqué en aquel rincón, pidiéndole que disparase en seguida, antes de que mi esposa volviera. No mostraba prisa, pidió luz. Trajeron unas velas. Cerré la puerta, con la orden de que no entrara nadie, y le pedí una vez más que disparase.
“Sacó la pistola y apuntó… Yo contaba los segundos… pensaba en ella… ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó la mano.
“-Lamento –dijo- que mi pistola no esté cargada con carozos de cereza… una bala pesa mucho. Me sigue pareciendo que esto no es un duelo, sino un asesinato: no tengo la costumbre de apuntar a una persona desarmada. Comencemos de nuevo. Echemos suertes para ver a quién corresponde disparar primero.
“La cabeza me daba vueltas… Creo que me resistí a aceptar… Finalmente, cargamos otra pistola; doblamos dos papelitos; él los metió en el mismo gorro que yo había agujereado de un tiro; de nuevo saqué el primer número.
“-Eres envidiablemente afortunado., conde –dijo con una sonrisa que no olvidaré jamás.
“No recuerdo lo que me ocurrió después y cómo pudo obligarme a ello… pero disparé y di en ese cuadro. 
El conde señaló el cuadro agujereado; su rostro le ardía como si fuera de fuego; el de la condesa estaba más blanco que su pañuelo; se me escapó una exclamación.
“-Disparé –continuó el conde-, y, gracias a Dios, fallé. Entonces Silvio 8en aquel instante estaba verdaderamente horroroso), Silvio empezó a apuntar sobre mí. De pronto se abrió la puerta, entró Masha se precipitó hacia y me abrazó lanzando un grito. Su presencia me devolvió la serenidad.
“-Querida –le dije-, ¿no ves que se trata de una broma? ¡Cómo te has asustado! Anda, bebe un vaso de agua y luego ven con nosotros. Te presentaré a un viejo amigo y camarada.
“Masha se resistían a creerme.
“-¿Es verdad lo que dice mi marido? – preguntó al terrible Silvio-. ¿Es verdad que se trata de una broma?
“-Él siempre está de broma, condesa –le contestó Silvio-. En una ocasión me dio en broma una bofetada; en broma, atravesó de un balazo este gorro; en broma, ha disparado contra mí y acaba de fallar. Ahora soy yo el que tiene ganas de bromas…
“Después de estas palabras, quiso apuntar sobre mí… ¡en presencia de ella! Masha se arrojó a sus pies.
“-¡Levántate, Masha, es una vergüenza! –grité enfurecido-. Y usted, caballero, ¿tendrá el valor de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?
“-No –respondió Silvio-. Ya estoy satisfecho: he visto tu turbación, tu temor. Te he obligado a disparar contra mí y con eso me conformo. Me recordarás. Te dejo con tu conciencia.
“Se disponía a salir, pero antes se detuvo en la puerta, miró el cuadro que yo había agujereado, disparó casi sin apuntar y desapareció. Mi esposa se había desmayado; la servidumbre no se atrevió a cerrarle el paso, mirándolo aterrorizados. Salió al portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo hubiera podido sentarme”.
El conde calló. Así supe el fin de la historia cuyo comienzo tanto me impresionara en otra ocasión. Se dice que Silvio se incorporó a la insurrección de Alejandro Ypsilante, en la que mandaba una sección de la batería, y murió en la batalla de Skuliani.

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